Jugando a ser equilibristas nos torcimos más de un tobillo. Yo intenté bajarme en varias ocasiones, tú me mirabas vacilante y desafiabas la altura a la que estaba, estabamos suspendidos.
Mientras mis piernas se hacían más cortas y patosas, tu flexibilidad aumentaba hasta creer ver como tocabas con un pie el suelo y con la punta del dedo gordo del otro, nuestra cuerda de ensayo. Porque no fue más que eso, un ensayo, atreviéndome a pluralizar la palabra aprendiz.
Y entre aprendices y no, aprendí a hacer nudos marineros. Nudos fuertes, que no seguros, por los que me mantuve en ese espejismo de altura durante más tiempo que personas profesionales en el arte del equilibrio. Aprendí a manipularla, nunca tanto ni de las misma forma que tú. O quizá aprendí a zamparme el miedo a esas cicatrices internas que hoy trazan mi bandera, por valiente, inoportuna valiente.
Y no sé como fue que entre tu larga, descuidada, y cambiada uña; y mi fatiga que se hizo crónica, hoy me encuentro aquí, sentadita en el suelo, con los pies bien apoyados, que como dicen, es la única manera de tocar el cielo.
Y es que ¨Nada pesa tanto como el corazón cuando está cansado¨
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